Niña extraña


Tablas. Balance de bajas; dos peones de silencio y un alfil de los de órdagos a degüello. Hace frío, los caballos no quieren salir del establo y las torres más que torres parecen muros deficientes construidos por un par de dientes que intentan derribar paredes.

Mi reina sola. Rubia. Sola. Atrincherada en el miedo a no hacer nada, y la partida hace tiempo empezada, evoca y está avocada al fracaso. Pero mientras un jodido peón siga dispuesto, mientras tenga un puto movimiento permitido, voy a darle de comer hasta que reviente el barniz con el que fue forjado. Mi guerra, mi reina, mi rubia extraña sin siquiera migajas de apuestas en los bolsillos.

Algo me dice que no pare, que no me quede dormido, que tal vez el siguiente movimiento sea el ángel custodio del resurgir de un nuevo mito, de una nueva sonrisa dibujada al tablero de una vida atormentada, un nuevo golpe, un nuevo gesto, ese instante que deje en jaque todos sus secretos, destruyendo cuerpos de ébano y viento, de miedos que rasgan telares de miedo y le comen espacio al ego, al directo, a ese jodido momento que crece si ella acepta tal intento.
Juego porque muero. Porque mañana puede que este cuerpo solo sea restos. Mediocridad de versos y campo abierto de secretos. Escribo esto porque tal vez sea mi último texto. Y si no es así a tal concierto, mañana reventaré los amplificadores de tus sueños y seguiré diciendo que me muero de ganas de vernos.

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